De los genocidios capitalistas que no se hablan
Por Estrella Mores
En 1994, Ruanda vivió uno de los episodios más oscuros de su historia contemporánea con el genocidio que mató a aproximadamente 800.000 personas en tan solo cien días. La violencia estalló tras el asesinato del presidente Juvénal Habyarimana, cuyo avión fue derribado el 6 de abril, lo que desencadenó una ola de asesinatos sistemáticos dirigidos principalmente contra la minoría tutsi y los hutus moderados.
El régimen hutu, con el apoyo de las milicias extremistas conocidas como Interahamwe, organizó y ejecutó una campaña de exterminio que contó con la complicidad y el apoyo de sectores estatales. En este contexto, Francia, bajo la presidencia de François Mitterrand, mantuvo una estrecha relación con el gobierno ruandés, brindándole apoyo militar y político, que incluyó el entrenamiento de tropas y el suministro de armas. Este apoyo fue fundamental para la capacidad operativa del régimen genocida.
La Comisión Duclert, creada años después para investigar el papel de Francia, concluyó que el gobierno francés tenía una importante responsabilidad política al no actuar para prevenir la masacre y al mantener vínculos con el régimen hutu. Al mismo tiempo, varias empresas francesas con intereses en África, como Areva, dedicada a la energía nuclear y la minería, TotalEnergies, un gigante del sector energético, y Bouygues, una constructora, operaban en la región y se beneficiaban del statu quo político y económico que favorecía la explotación de los recursos naturales y la estabilidad del régimen.
Estas empresas habían participado en el genocidio; su presencia y actividades contribuyeron a mantener un ambiente favorable para el régimen que perpetró las atrocidades. La comunidad internacional, incluida Francia, fue criticada por su lentitud e ineficacia para detener la masacre, que solo cesó cuando el Frente Patriótico Ruandés, liderado por Paul Kagame, logró tomar el control del país y poner fin al genocidio.
Años después, en 2003, la región de Darfur, en Sudán, se convirtió en escenario de otro conflicto devastador, calificado de genocidio. Grupos rebeldes locales se alzaron contra el gobierno central, denunciando la marginación y la discriminación. La respuesta del régimen de Omar al-Bashir fue brutal: movilizó a las milicias Janjaweed, responsables de masacres, violaciones sistemáticas y el desplazamiento forzado de millones de personas.
Este conflicto se prolongó durante años, causando la muerte de cientos de miles de personas y generando una crisis humanitaria de gran magnitud. Durante este período, Francia, bajo la presidencia de Jacques Chirac, adoptó una postura de condena y apoyo a las sanciones internacionales y las misiones de paz; sin embargo, no tuvo un papel directo en el conflicto. Por otro lado, China emergió como un actor clave en la región, brindando apoyo político y militar al gobierno sudanés, especialmente a través de inversiones en el sector petrolero, que resultaron vitales para la economía del país. Empresas como China National Petroleum Corporation (CNPC) y PetroChina consolidaron su presencia en Sudán, mientras que multinacionales como TotalEnergies y Glencore también tenían intereses en la explotación de los recursos naturales de la zona.
Estas empresas han sido criticadas por no ejercer suficiente presión para detener la violencia y por su papel en la prolongación del conflicto debido a la continuidad de sus operaciones económicas. La complejidad del conflicto en Darfur se vio agravada por la falta de una respuesta internacional contundente y la influencia de intereses económicos que obstaculizaron una resolución pacífica.
Ambos genocidios, aunque diferentes en contexto y desarrollo, reflejan la interacción entre actores locales y la influencia de potencias extranjeras y empresas multinacionales. En Ruanda, el apoyo directo de Francia al régimen genocida y la presencia de empresas con intereses estratégicos contribuyeron a crear un entorno que facilitó la tragedia. En Darfur, la complicidad indirecta de actores internacionales, especialmente China, y la inacción de otros países, junto con la actividad de grandes corporaciones, prolongaron un conflicto que devastó a la población civil.
Estas tragedias demuestran cómo las dinámicas políticas, económicas y geopolíticas pueden entrelazarse para alimentar crisis capitalistas de gran escala, dejando lecciones dolorosas sobre la responsabilidad y la necesidad de una acción internacional más efectiva y ética.
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